Pero esa noche había algo más que sexo encima de esa cama. Las miradas, los gestos, las caricias... No me mirabas simplemente, había algo más en aquellas caricias, la situación hablaba por si sola y sin en cambio, nadie articulaba palabra.
No recuerdo como acabó mi sujetador en las escaleras, pero sí que recuerdo como me subiste a la encimera de la cocina mientras me lamías y dabas suaves mordisquitos en los pezones... Entonces me agarré a ti como un mono y me llevaste hasta la cama, donde te tumbaste boca arriba poniendo las manos detrás de la cabeza dejando bien claro lo que te apetecía. Siempre me ha encantado jugar con el glande mientras lanzo una mirada furtiva directa a los ojos... Pero esa mirada más que furtiva fue dulce, tan dulce como lo aquel caramelito que tenía entre los labios...
Y trepé por tu cuerpo hasta llegar a los labios... Mirándote fijamente me acerqué, apenas rozando mis labios con los tuyos, y ahí fue justo cuando bajé las caderas dejando que me penetrases cuando te besé lo más apasionadamente que pude... Trotaba encima de ti sin parar, pero esa noche eras tú el caballo...
No faltaron los azotes, ni aquellos suspiros susurrados al oído que tanto te gustan... Pero tampoco faltó el coqueteo... Ni esas sonrisas que más que placer físico expresaban placer puro, placer del que se siente cuando no miras con los ojos, sino con el alma...
Y no sé cuándo fue exactamente, pero me di cuenta de que no estabas simplemente follándome, que tu polla no era lo único que se metía en mí...
Normalmente no pienso cuando me follan. Pero esa noche hice una excepción...
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