viernes, 30 de agosto de 2013

Luna Llena

“Aún recuerdo el olor de su pelo y el sabor de su piel…

El sol ya se había puesto y el mar estaba tranquilo, las olas se apoyaban en la arena como si no quisiesen molestarla mientras los últimos bañistas terminaban de recoger sus sombrillas.
Yo me dedicaba a pasear tranquilamente por la orilla. Me gusta sentir el agua fresca que va y viene, la arena húmeda que se mete entre los dedos y la brisa del mar. Era todo lo que podía pedir. Soy un hombre sencillo al que le gusta disfrutar de las pequeñas cosas de la vida, adoro las montañas, pues es donde vivo, pero si tengo la oportunidad de disfrutar de cualquier otro lugar, aunque sea unos días, cojo mi mochila y mi libreta y allá que voy. Me gusta vivir intensamente cada momento, divertirme y ofrecer mi ayuda a cualquier persona que pueda necesitarla. Y sé que lo importante no es caminar por un montón de sitios, ya que yo considero mucho más importante que por cada sitio por el que caminemos sepamos dejar nuestra huella…

De pronto oí una risa inocente, que probablemente procedía de una niña pequeña. Me giré y allí estaba, saltando de una en una por las huellas que iba dejando yo. Paré y se chocó contra mí pegando un brinco y mirándome a los ojos con una mirada muy tierna que reflejaba una mezcla de curiosidad y miedo.

“Perdone, siento si le ha molestado, es demasiado traviesa.”

Y entonces apareció una chica que parecía ser su madre, la agarró en brazos y se retiró amablemente pidiendo disculpas.
Me marché hacia el hotel dando un paseo por la ciudad, observando como la luna estaba creciente, a punto de llenarse del todo.

El agua de la ducha salía fresca, dejé que se deslizase por mi cuerpo para quitarme hasta el último grano de arena que pudiese tener. Una vez vestido bajé a cenar y me senté en una mesa un poco apartada de la gente, quería gozar de una cena tranquila para luego dar un buen paseo antes de ir a dormir.
Pero a mitad de la cena la risilla traviesa de la playa vino de nuevo a mis oídos. Miré por encima de mi hombro y ahí estaba, justo a mi lado, mirándome. Pero su mirada ya no reflejaba miedo ni nerviosismo, ahora era una mirada tierna y traviesa que conjuntaba perfectamente con esa sonrisa inocente.

“Tienes los pies muy grandes ¿Sabes?”.

Y salió corriendo hacia la mesa donde estaba su madre, que de nuevo se me acercó pidiéndome disculpas.
Era una mujer preciosa, con la piel clarita, pelo rubio y rizado y ojos grandes. Tenía la cara como una muñeca de porcelana, perfecta. Su voz era dulce y desprendía un olor que casi se asemejaba al de las montañas. No pude evitar ver que se sentaba ella sola a cenar con la niña y les ofrecí amablemente que se sentasen conmigo a cenar.

Podría relataros la cena completa, detalles de las bromas que hicimos o hablaros sobre la vida de esta chica que ella misma me contó, pero sinceramente lo que más recuerdo es cada uno de sus gestos, sus sonrisas… Me estaba hipnotizando poco a poco. No podía dejar de mirarla, era una mujer joven, guapa, simpática… Pero más allá de todo eso había algo que me estaba atrapando.
Fuimos a dar un paseo juntos, tomamos un helado y luego la acompañé caballerosamente hasta la puerta de su habitación.

Me tumbé en la cama, pero me era imposible dormir. Tenía la mente completamente bloqueada. No podía ni siquiera pensar, solo sonreía como un estúpido mirando al techo. Entonces me incorporé y por fin pude pensar en algo…

“¿Estaba acaso enamorándome de aquella mujer, la cual conocía de solo unas horas?”

No, no podía ser… Yo no era hombre de caprichos, y mucho menos me iba a encaprichar de una persona a la que apenas conocía y a la que probablemente después de aquellas vacaciones no volvería a ver.

Y dormí, pero no descansé.

A la mañana siguiente bajé a la piscina y allí estaba ella, tumbada boca abajo en el césped mientras la niña correteaba con otros niños de por ahí. Me acerqué sin pensarlo y me tumbé a su lado.
Y entonces de nuevo esa sonrisa, esa piel, esos gestos…
Pocas conversaciones más interesantes he tenido en mi vida. Por más que me adentraba en ella nunca descubría el fondo de aquella mujer: luchadora, buena madre… No me cansaba de hablar con ella. La conversación era más que interesante, cada palabra que salía de su boca era más acertada que la anterior. Hablaba delicadamente, pero con las ideas firmes y claras. Aquella conversación era un autentico gozo.

Entonces ella se incorporó y desabrochó la parte de atrás del bikini, para volverse a tumbar y pedirme que le pusiese un poco de crema en la espalda… No pude disimular mi erección lo suficiente como para que ella no se diese cuenta, pero parecía no importarle. Su piel estaba tan suave que no me cansaba de masajearla. Fue entonces cuando llegaron unos payasos con un montón de materiales y se pusieron a hacer actividades con los niños, por supuesto la primera que salió detrás de ellos fue su hija, no sin antes mirar a su madre, la cual hizo un gesto de aprobación.

Se abrochó el bikini y se incorporó para sentarse conmigo debajo de una sombrilla.
Estuvimos callados un rato y ella apoyó la cabeza sobre mi hombro soltando un pequeño suspiro. Miré para abajo, y ella me miró a los ojos, no sabía muy bien qué hacer porque todo mi cuerpo me pedía que la besara, pero algo me detenía, no sé si por vergüenza, educación o prudencia.
Pero ella se aproximó tanto a mí, comenzó a rozar sus labios con los míos suavemente, acariciando mi muslo y cerrando los ojos.

Entonces se levantó y me agarró la mano para llevarme a los baños de aquella piscina. Comenzamos a besarnos, a tocarnos. Sus caricias eran más que caricias, eran empujes que me llevaban cada vez más alto, casi podía tocar las nubes. La besaba en el cuello mientras le recorría los genitales con mis manos para hacer que se estremeciese de placer. Quería hacerla sentir bien, quería devolverle toda la felicidad y el gozo que me estaba dando.
Me arrodillé y quise beber de ella. Comencé a recorrer sus muslos con mi lengua para después adentrarme y hacerla que llegase a aquellas nubes donde yo la estaba esperando.
Salimos a la piscina, pero cada uno tomó su camino.

Fue una semana muy intensa. Las horas a su lado parecían segundos. Recuerdo las caricias y los besos como si los recibiese ahora mismo. La besé por cada rincón de su cuerpo. La besé con los labios y la besé con el alma. Sentía que conforme se acercaba el día de la despedida un trozo de mi se iba adentrando en su profundidad para no volverlo a recuperar más…

Y aquella noche tuve una amarga despedida. Despedida iluminada por la luz de la luna que estaba más llena que nunca.
Esa noche no la besé, la abracé con todo mi ser, intentando cual loco recuperar aquel trozo de mí. Pero era ya imposible.

No podía llorar, no podía pensar, de nuevo estaba bloqueado.

Y la dejé marchar.

Han pasado 53 años desde entonces. Desde que volví a las montañas una semana después de eso, hasta hoy, le he escrito todos los meses y ella a mí. Con cada carta mía iba un poema, y en cada carta suya iban sus labios estampados de color carmín.

Hoy hay luna llena. He recibido la última carta, escrita por su hija, en la cual me anunciaba su muerte.  

Me dirijo hacia Rumanía, para despedirme de su cuerpo. Su alma sé que me espera en el cielo, en aquellas nubes que ella me hizo alcanzar un día.”


Y todas las noches de luna llena sube al monte, se sienta con los ojos cerrados y reza… Y lo único que le pide a Dios es reunirse con ella.

.