“Aún recuerdo el olor de su pelo y el sabor de su piel…
El sol ya se había puesto y el mar estaba tranquilo, las
olas se apoyaban en la arena como si no quisiesen molestarla mientras los
últimos bañistas terminaban de recoger sus sombrillas.
Yo me dedicaba a pasear tranquilamente por la orilla. Me
gusta sentir el agua fresca que va y viene, la arena húmeda que se mete entre
los dedos y la brisa del mar. Era todo lo que podía pedir. Soy un hombre
sencillo al que le gusta disfrutar de las pequeñas cosas de la vida, adoro las
montañas, pues es donde vivo, pero si tengo la oportunidad de disfrutar de
cualquier otro lugar, aunque sea unos días, cojo mi mochila y mi libreta y allá
que voy. Me gusta vivir intensamente cada momento, divertirme y ofrecer mi
ayuda a cualquier persona que pueda necesitarla. Y sé que lo importante no es
caminar por un montón de sitios, ya que yo considero mucho más importante que
por cada sitio por el que caminemos sepamos dejar nuestra huella…
De pronto oí una risa inocente, que probablemente procedía
de una niña pequeña. Me giré y allí estaba, saltando de una en una por las
huellas que iba dejando yo. Paré y se chocó contra mí pegando un brinco y mirándome
a los ojos con una mirada muy tierna que reflejaba una mezcla de curiosidad y
miedo.
“Perdone, siento si le ha molestado, es demasiado traviesa.”
Y entonces apareció una chica que parecía ser su madre, la
agarró en brazos y se retiró amablemente pidiendo disculpas.
Me marché hacia el hotel dando un paseo por la ciudad,
observando como la luna estaba creciente, a punto de llenarse del todo.
El agua de la ducha salía fresca, dejé que se deslizase por
mi cuerpo para quitarme hasta el último grano de arena que pudiese tener. Una
vez vestido bajé a cenar y me senté en una mesa un poco apartada de la gente,
quería gozar de una cena tranquila para luego dar un buen paseo antes de ir a
dormir.
Pero a mitad de la cena la risilla traviesa de la playa vino
de nuevo a mis oídos. Miré por encima de mi hombro y ahí estaba, justo a mi
lado, mirándome. Pero su mirada ya no reflejaba miedo ni nerviosismo, ahora era
una mirada tierna y traviesa que conjuntaba perfectamente con esa sonrisa
inocente.
“Tienes los pies muy grandes ¿Sabes?”.
Y salió corriendo hacia la mesa donde estaba su madre, que
de nuevo se me acercó pidiéndome disculpas.
Era una mujer preciosa, con la piel clarita, pelo rubio y
rizado y ojos grandes. Tenía la cara como una muñeca de porcelana, perfecta. Su
voz era dulce y desprendía un olor que casi se asemejaba al de las montañas. No
pude evitar ver que se sentaba ella sola a cenar con la niña y les ofrecí amablemente
que se sentasen conmigo a cenar.
Podría relataros la cena completa, detalles de las bromas
que hicimos o hablaros sobre la vida de esta chica que ella misma me contó,
pero sinceramente lo que más recuerdo es cada uno de sus gestos, sus sonrisas…
Me estaba hipnotizando poco a poco. No podía dejar de mirarla, era una mujer
joven, guapa, simpática… Pero más allá de todo eso había algo que me estaba
atrapando.
Fuimos a dar un paseo juntos, tomamos un helado y luego la
acompañé caballerosamente hasta la puerta de su habitación.
Me tumbé en la cama, pero me era imposible dormir. Tenía la
mente completamente bloqueada. No podía ni siquiera pensar, solo sonreía como
un estúpido mirando al techo. Entonces me incorporé y por fin pude pensar en
algo…
“¿Estaba acaso enamorándome de aquella mujer, la cual
conocía de solo unas horas?”
No, no podía ser… Yo no era hombre de caprichos, y mucho
menos me iba a encaprichar de una persona a la que apenas conocía y a la que
probablemente después de aquellas vacaciones no volvería a ver.
Y dormí, pero no descansé.
A la mañana siguiente bajé a la piscina y allí estaba ella,
tumbada boca abajo en el césped mientras la niña correteaba con otros niños de
por ahí. Me acerqué sin pensarlo y me tumbé a su lado.
Y entonces de nuevo esa sonrisa, esa piel, esos gestos…
Pocas conversaciones más interesantes he tenido en mi vida.
Por más que me adentraba en ella nunca descubría el fondo de aquella mujer:
luchadora, buena madre… No me cansaba de hablar con ella. La conversación era
más que interesante, cada palabra que salía de su boca era más acertada que la
anterior. Hablaba delicadamente, pero con las ideas firmes y claras. Aquella
conversación era un autentico gozo.
Entonces ella se incorporó y desabrochó la parte de atrás
del bikini, para volverse a tumbar y pedirme que le pusiese un poco de crema en
la espalda… No pude disimular mi erección lo suficiente como para que ella no
se diese cuenta, pero parecía no importarle. Su piel estaba tan suave que no me
cansaba de masajearla. Fue entonces cuando llegaron unos payasos con un montón
de materiales y se pusieron a hacer actividades con los niños, por supuesto la
primera que salió detrás de ellos fue su hija, no sin antes mirar a su madre,
la cual hizo un gesto de aprobación.
Se abrochó el bikini y se incorporó para sentarse conmigo
debajo de una sombrilla.
Estuvimos callados un rato y ella apoyó la cabeza sobre mi
hombro soltando un pequeño suspiro. Miré para abajo, y ella me miró a los ojos,
no sabía muy bien qué hacer porque todo mi cuerpo me pedía que la besara, pero
algo me detenía, no sé si por vergüenza, educación o prudencia.
Pero ella se aproximó tanto a mí, comenzó a rozar sus labios
con los míos suavemente, acariciando mi muslo y cerrando los ojos.
Entonces se levantó y me agarró la mano para llevarme a los
baños de aquella piscina. Comenzamos a besarnos, a tocarnos. Sus caricias eran
más que caricias, eran empujes que me llevaban cada vez más alto, casi podía
tocar las nubes. La besaba en el cuello mientras le recorría los genitales con
mis manos para hacer que se estremeciese de placer. Quería hacerla sentir bien,
quería devolverle toda la felicidad y el gozo que me estaba dando.
Me arrodillé y quise beber de ella. Comencé a recorrer sus
muslos con mi lengua para después adentrarme y hacerla que llegase a aquellas
nubes donde yo la estaba esperando.
Salimos a la piscina, pero cada uno tomó su camino.
Fue una semana muy intensa. Las horas a su lado parecían
segundos. Recuerdo las caricias y los besos como si los recibiese ahora mismo.
La besé por cada rincón de su cuerpo. La besé con los labios y la besé con el
alma. Sentía que conforme se acercaba el día de la despedida un trozo de mi se
iba adentrando en su profundidad para no volverlo a recuperar más…
Y aquella noche tuve una amarga despedida. Despedida
iluminada por la luz de la luna que estaba más llena que nunca.
Esa noche no la besé, la abracé con todo mi ser, intentando
cual loco recuperar aquel trozo de mí. Pero era ya imposible.
No podía llorar, no podía pensar, de nuevo estaba bloqueado.
Y la dejé marchar.
Han pasado 53 años desde entonces. Desde que volví a las
montañas una semana después de eso, hasta hoy, le he escrito todos los meses y
ella a mí. Con cada carta mía iba un poema, y en cada carta suya iban sus
labios estampados de color carmín.
Hoy hay luna llena. He recibido la última carta, escrita por
su hija, en la cual me anunciaba su muerte.
Me dirijo hacia Rumanía, para despedirme de su cuerpo. Su
alma sé que me espera en el cielo, en aquellas nubes que ella me hizo alcanzar
un día.”
Y todas las noches de luna llena sube al monte, se sienta
con los ojos cerrados y reza… Y lo único que le pide a Dios es reunirse con
ella.
.
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